Pajarillos de colores

Dejaba volar su mente desde aquel banco de madera desgastada, olvidado por los servicios de mantenimiento y mal puesto por las prisas de los setenta, en pleno auge de la ciudad. Se puso desgraciadamente de moda. Las barcas de los pescadores y sus casas de cal mirando al mar se convirtieron en los cimientos de altas torres llenas de apartamentos en colmena y hoteles a diestro y siniestro. Es lo que tiene ponerse de moda. Alguien debió llenarse los bolsillos al recalificar aquellos terrenos en los últimos años del franquismo. Pero como era de esperar, el superlujo de los setenta, hoy se había convertido en el super-montón-de-cemento feo y descascarillado y herrumbroso y… y… y… de los setenta. La ensalada la completaban un sinfín de campos de golf surgidos sobre lo que antes fueron campos de cultivo.

Cuarenta años después aquello pasó de moda, sus gentes ahora vivían entre las ruinas de una colmena antigua, abandonada, ocupada por algunas abejas viejas y temblorosas que observaban impasibles el deterioro irreversible. La excepción era aquella urbanización privilegiada construida sobre un pedacito de mar para que cada vecino dejase su yate en la puerta de casa.

Aquel banco había visto el auge de todo aquello. Las nalgas de suecas infinitas habían descansado sobre sí durante su juventud. Incluso había asistido orgulloso a la inauguración de aquella plaza el día que el alcalde descubrió la placa que, hoy oxidada, había sido su compañera durante todo este tiempo. En medio de una multitud, durante la inauguración recibió ni se sabe cuantos pisotones de la gente que se agolpaba para ver al artista invitado para la ocasión. Aquello no le importó en absoluto. Ni los tornillos que lo asían al suelo se resintieron.

Hoy ya no era como antes. Lejos quedaban ya las congregaciones multitudinarias, olvidadas las risas y perdidas en el tiempo las carreras por sentarse primero. El negocio ya no es lo que era. Cada mañana cerca de las nueve, un jubilado repasaba su vida en silencio ayudado por un bastón fiel y barnizado. A las once una señora descansaba la compra de los jueves aparcando su carro a un lado. Empaquetaba en sí misma sus penas y las convertía en suspiros que el viento recogía cuidadosamente. Incluso un día la escuchó sollozar. Por la tarde venían a visitarlo dos chicas primerizas en el arte de ser madres a compartir trucos de cocina y a untarse las penas la una a la otra para aliviar el picor que les producían sus igualmente primerizos maridos ausentes.

Los viernes unos chicos arreglaban el mundo mientras destrozaban sus hígados filtrando aquella porquería química en brick que tenía el mismo color que el vino de mi tierra. El domingo una anciana congregaba a un grupo de gorriones para sermonearlos con pan profano, tan capillita ella. Hoy, el viejo banco, aún estando tan poco solicitado, era realmente feliz. Se puede decir que hasta tenía preferencia por una de sus usuarias. Solía escaparse de esa oficina para apaciguar su alma como un puñado de higos que se secaban al sol, especialmente durante los meses de buen tiempo, siempre que la temperatura fuese agradable y la lluvia no hiciese acto de presencia. La muchacha dejaba sobre la madera su estrés de oficina en concisos y breves descansos. Permanecía allí lanzando preguntas al aire en voz baja. A veces incluso la escuchaba hablar con su novio para contarle las peripecias de su día a día detrás de esas cuatro paredes circenses de oficinilla barata. El tiempo parecía detenerse a la sombra de aquel delito ecológico importado de vaya usted a saber de qué país americano. Los gorriones la miraban de reojo buscando alguna recompensa hecha de harina. La observaban y daban saltitos con soltura, cautelosos y curiosos al tiempo. Aquella escena con cada uno de sus protagonistas era una balsa de calma para un corazón acelerado.

Un día, en uno de esos descansos, la sorpresa apareció sin avisar. Descubrió que los gorriones no eran tal aquella mañana. En su lugar, unos primos lejanos, más grandes y ruidosos. Se ocultaban entre las hojas alborotados por la estación. Una especie de periquitos verdes bien alimentados. Como si un niño a capricho se hubiese entretenido sobre ellos con un rotulador verde fluorescente. Alterados y gritones, jugaban a picarse los unos a los otros, como enloquecidos, entre las ramas del árbol en un frenesí inmensurable. Ella no podía salir de su asombro. Comenzó a hacerse todas las preguntas posibles acerca de ellos. Su origen, su destino, peso, felicidad, raza, estado de salud, número de la seguridad social. Lo típico. Pues bien, sólo pudo dar respuesta a una de sus preguntas.

Por aquella escena dedujo que eran felices. Eran poseedores de toda la felicidad concentrada y ausente en los países desarrollados. El resto todos unos infelices. No sé por qué pero aquello le hizo gracia. Se olvidó por un instante de todo lo que la rodeaba. Sus problemas se hicieron pequeños. Más pequeños incluso que su diminuto teléfono móvil. Un oasis pequeño de color y de vida en medio de la herrumbre. Aquel revoloteo la contagió de alegría para el resto del día. Aquella ingenuidad no programada le arrancó una sonrisa. Aquel regalo de la naturaleza urbana dejó sus ojos y su boca abiertos de par en par. Exclamó y señaló en dirección a aquellos fugitivos con alas como si tuviese ocho años. Perdió por completo el hilo de la conversación. La ilusión iluminó sus pupilas y yo, al otro lado del teléfono, pude imaginar el resto. Cielo y nubes incluidas.

Le ciel

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