Camino a la eternidad

No se el tiempo que estuvo rodando por la pista. Iba como dibujando una especie de laberinto de paredes invisibles, siguiendo las líneas que algún niño marcó con tiza en el suelo. Una de las componentes de la tripulación me ofreció una sonrisa al tiempo que me recordaba que me encontraba en una salida de emergencia. Aquí las normas del juego son otras. Tenía el pelo oscuro salpicado con caprichos plateados que no hacían otra cosa que darle un aire elegante y distinguido. Debía ayudarla a abrir la puerta de seguridad en caso de emergencia. Le devolví la sonrisa y le dije que contase conmigo, pero que esperaba no tener que abrir nunca esa puerta.

Las luces de cinturones se encendieron y las azafatas dieron las instrucciones de seguridad que exigía aviación civil.

El avión finalmente despegó ruidoso, se alzó deprisa y tomó rumbo a su destino. En principio viajaba solo. Y digo en principio porque al poco de despegar un señor deseoso de conversación se sentó a mi lado con la excusa de dejar más espacio a su señora, que viajaba en la fila inmediatamente anterior a la mía.

Las luces que indicaban el uso del cinturón volvieron a encenderse. La voz del comandante irrumpió en varios idiomas para indicar que el avión estaba atravesando una zona de turbulencias. Y vaya con las turbulencias. El reloj no había llegado a las doce de la noche y aquello no hacia más que dar sacudidas y altibajos. Imagino que para los vuelos de larga distancia, la excesiva altitud compromete la sustentación en micro espacios suficientemente largos como para dar pie a las sacudidas y ayudar al tracto intestinal a hacer sus labores mas íntimas.

Había llegado tres horas antes del despegue al aeropuerto. Primera vez en mi vida que llegaba con tanto tiempo de antelación a algún sitio. Normalmente llegaba siempre tarde a todos lados. Lo normal no era esto. Tanto fue así que no tenia ni la más remota idea de qué hacer las horas siguientes hasta el despegue. Todo apuntaba a que iban a ser unas tres horas de larga espera. Miré el reloj sobre los paneles con la información sobre las salidas. Pasaban diez minutos de las ocho de la tarde. Decidí cenar la que resultó ser una de las mejores hamburguesas que jamás había probado. El resto del tiempo estuve contestando al correo desde mi teléfono y hablado con unas y con otros y haciendo algunas fotos aprovechando la luz del atardecer sin perder de vista mi equipaje. Tuve tiempo de admirar la arquitectura de acero, madera y cristal. De perderme entre sus formas, sus curvas y sus desafíos continuos a las leyes de la gravedad. Tiempo de hacer limpieza en mi cabeza y dejarla vacía de ideas y clara de intenciones. Cuando quise darme cuenta bajaba por la pasarela retráctil hacia la cabina del avión.

Aquel carrito había dado la vuelta al mundo doscientas veces. Y no se cansaba de portar bebidas, zumos y comida caliente. Las azafatas lo trataban con sumo cuidado. Parecía uno de esos artilugios de mago de donde parecen salir más cosas de las que realmente caben en su interior. No tenía mucha hambre después de la hamburguesa del aeropuerto, no obstante no quise despreciar la oferta. Brécol, wok de ternera y un pastel de nueces. De beber elegí tónica en honor a su descubridora. Al descubrir las tapas traslúcidas resultó que el brécol era ensalada y el wok carne estofada con patatas. El pastel olía igual que una fabrica de barnices. Ni si quiera lo probé. A decir verdad no comí demasiado.

Pasé el resto del vuelo leyendo, escuchando música y memorizando frases y palabras de aquel idioma desconocido. Creo que también dormité un tiempo que soy incapaz de determinar ahora. Y soñé entonces con ella. Soñé que me enredaba en su pelo. Y que observábamos al atardecer un horizonte. Y que ese horizonte era uno sólo. Era el mismo.

El avión tomó tierra quince minutos antes de lo previsto. Tocó el suelo de la pista bruscamente y el pasaje dio un respingo. Y de nuevo el juego de andar por imaginarios caminos serpenteantes de camino a la terminal. Finalmente se detuvo. Se abrieron las puertas. Me llevé los mejores deseos de la tripulación y todas las sonrisas que pude antes de abandonar la nave.

Jamás cogería el vuelo de regreso. Tal vez sí volvería en cuerpo a aquella oficina decadente, a aquella casa oscura, a aquel Madrid inerte. Mas no mi alma y tampoco mi corazón. Estos jamás regresarían. Permanecerían siempre junto a ella. Me prometió guardarlos y cuidarlos en ausencia de mi cuerpo. Y yo prometí mantener mi cuerpo alejado de las serpientes, de las manzanas y por supuesto, de las otras mujeres. Y después sólo se escuchó el silencio. No hicieron falta más palabras. Ni razones. Ni promesas.

Sólo silencio.

Larga espera antes del desayuno…

Ella dijo que si la esperaba en aquel lugar. El asintió mirándola mientras se alejaba. La espera se hizo eterna. No dijo donde iba ni cuanto tiempo tardaría. El banco de madera parecía acoplarse perfectamente a su contorno. El olor a incienso, los dulces cánticos y el sonido de la lluvia lejana lo llevaron muy lejos. Cerró los ojos y respiró pausadamente para no marearse durante el viaje.

Tanto fue así que parecía que rezaba. Y pasaron muchas mas horas de las necesarias. Cuando abrió los ojos ya no había nadie. El olor a incienso era un tenue y débil recuerdo lejano. La luz se había tornado gris azulada y la lluvia seguía meciendose en el tejado. Miró el reloj. Las ocho de la tarde. A pesar de todo no se alarmó. Continuó sentado con gesto tranquilo. Continuó esperando en silencio.

De pronto se escuchó el lamento de la puerta de la entrada que acabó en un gran estruendo. Le siguieron unos pasos de mujer acelerados por el suelo adoquinado que venían directamente hacia él. Sintió primero sus manos frías que le apretaban temblorosas. Abrió los ojos y vio los de ella, llenos de lagrimas. Me olvidé de ti. Me olvidé por completo. Perdóname amor mío, perdóname te lo ruego.

Ella permanecía arrodillada junto a él sujetando y besando sus manos. Tenia el pelo chorreando, la ropa empapada y un zapato roto.

No te preocupes, dijo el. Tranquila. No te apures, de verdad. Lo importante es que ya estas aquí conmigo. Ya estamos juntos. No llores mi amor. Estaba seguro de que regresarías. Y no tuve miedo.

El estruendo del despertador hizo desaparecer todo de golpe. Se frotó los ojos y buscó a ciegas las zapatillas de estar por casa. Caminó por el pasillo dando tumbos con la gracia de un pingüino hasta la cocina y aterrizó con un suspiro sobre una de las sillas que su madre les regaló el día que se casaron. Nunca fueron santo de su devoción y sin embargo ahí seguían aguantando día tras día. Siempre hablaban de comprar unas sillas nuevas pero nunca encontraban el momento. Al final poco a poco la vista fue acostumbrándose a su presencia hasta el punto de pasar casi desapercibidas.

Apenas podía abrir los ojos por la claridad cegadora. Hacia esfuerzos intermitentes para apreciar el fantástico desayuno que había sobre la mesa. Tostadas, requesón con yogur, tres cereales con albaricoque seco y miel, leche caliente con cacao traído de Venezuela. Mermeladas de distintos sabores, mantequilla, salmón ahumado y unas galletas de coco deliciosas. Presidía en el centro de la mesa un cuenco de picotas y otro de uvas frescas.

– Buenos días amor mío.- dijo ella.
– Buenos días corazón.
– ¿Otra vez el mismo sueño?
– Si, pero esta vez regresabas a buscarme. Y me pedías perdón…
– Estate tranquilo. Nadie va a abandonar a nadie. Creo que trabajas demasiado delante de ese maldito ordenador. Anda, tomate el cacao, que se enfría.

Acompañó sus palabras de aliento arrimando contra su pecho al recién despertado siguiendo con su brazo la linea invisible que unía sus hombros por detrás de la cabeza. Y lo apretó sobre sí misma en tierno gesto. Un beso en la sien puso el broche invisible que sosegó su alma. Que trajo la calma.

Después desayunaron juntos. Él recogió la mesa mientras ella terminaba de prepararse para salir. Y él bajó la escalera luchando por terminar de abrocharse la hilera de botones de su camisa favorita.

Y juntos al trabajo. Él conducía mientras ella lo observaba desde el asiento de al lado. Llegaron al fin serpenteando el trafico por la ciudad. Se bajó apresurada. El ruido de la puerta al cerrar enmudeció las palabras de él. Entonces él se bajó y gritó su nombre por encima del techo. Ella se volvió y se encontraron delante del capó, iluminados desde abajo por las luces de cruce, que encendidas titilaban como estrellas lejanas por la vibración del viejo motor desajustado.

-Gracias por salvarme. -Pero salvarte… ¿De qué? -Por salvarme de las más completa y absoluta oscuridad. Gracias por iluminar el sendero de mi vida. Y por el desayuno.
-No digas tonterias. No tienes que darme las gracias. ¡Corre! No llegues tarde. Luego nos vemos. Recuerda ir a recoger mi vestido. Del pastel de Masha me encargo yo.

Se besaron deprisa y la niebla la devoró a ella y el denso tráfico a él.

El sol de mediodía.

Hoy no han dejado de gritar en la oficina. Todo el mundo defendiendo su barreño como buitres.

En el palacio de los deportes hay unas escaleras donde no se escuchan. Solo la gente pasar. Y hoy ademas hace un sol muy agradable.

Y una paloma juega a esquivar pies para picar algo que hay pegado en la acera. Creo que dulce dehelado de chocolate estrellado sobre particulas de galleta pisada sobre lecho de cemento. Imagino el disgusto del niño que debió pasar por aquí hace no mucho.

Las emociones debían ser como las leyes de la termodinámica. La tristeza infantil era ahora felicidad y deleite para unas cuantas palomas de ciudad. Las emociones no se crean ni se destruyen, se convierten.

Vuelta al escenario. La funcion continua. Y con ella los gritos, razón de mi triste nomina de la alcarria con patatas a la importancia. Pocos ceros en su aderezo y sosa para mi gusto. Deleite de algún pájaro gordo y trajeado que se relame desde la ultima planta del edificio de oficinas.

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Feliz día de San Jordi para algunos San Jorge para otros.

No tengas hijos, ni tampoco smartphone.

Las tardes grises suelen ir firmadas por la lluvia.

Cuando llegué a casa abandoné los zapatos mojados a la entrada. Continué descalza por el pasillo y me puse una toalla el pelo que estaba chorreando. Dejé el resto de mi ropa en una silla junto a la estufa para que se secara y me puse mi pijama de vacas.

Había sido un día complicado lleno de pacientes y de impacientes. Otra vez pollo en el menú. Otra vez la señora Carmen y su curioso anecdotario. Y otra vez su marido empeñado en no entender como su sobrepeso era el origen de todos sus males. Había revisado el ordenador por la mañana y el recuento de bajas no era para nada alentador después de varios días apartada del trabajo por semana santa. Muchas llamadas, reuniones y una agenda muy saturada. Para nada novedoso.

Al llegar a casa siguió el teléfono sonando y vibrando. Cuando no un correo, un whatsapp, cuando no un comentario en Facebook. El mundo se había puesto de acuerdo para no dejarme descansar, para no dejarme respirar. Todos conspirando sin saberlo contra mi paciencia. El que diseñó las redes sociales no pensó en esto. Un complot improvisado y continuo. Diario.

Nadie merecía que lo mandase a freír espárragos y sin embargo todos un poco contribuían sin saberlo a alentar esa idea tan poco descabellada cuando lo que precisamente es paciencia lo que una no tiene. Necesitaba descansar, escuchar música y subir los pies encima del sofá. El silencio de del propio silencio. Si acaso el susurro del agua en los cristales. Si acaso el viento inconstante en el alféizar. El titilar de una estrella lejana. Y soy paciente para con las personas, pero tengo un limite y estaba A punto de alcanzarlo.

Parecía que nadie comprendiese que lo que verdaderamente necesitaba era escuchar mi respiración, sentir mis latidos, mi ruido al tragar una taza de algo caliente o el crujir de unas patatas fritas. No necesitaba a mi madre para ponerme la cabeza como un bombo con historias acerca de nuestra familia de Valladolid, la ultima fechoría del jefe de estudios o la explicación detallada de la conversación con mi hermano de este mediodía. -Hay que ver que cosas tiene tu hermano, hija, hay que ver. Mira que presentarse sin avisar… y ¡ahora!, ¿Como vamos a hace para cenar? Iba a preparar lo que te dije esta mañana, pero claro, si vienen no habrá para todos y… claro… no sé… Ay Dios mío…! No se como lo voy a hacer. -Mama no te preocupes, verás como todo sale a pedir de boca. ¿No estamos en España? ¡Pues tapas para todos! Se ponen en el centro y que vayan picando. Madre, no se me agobie, y déjeme a mí en la cocina, vaya preparando la mesa y cálmese, que al final saldrá todo bien. -A veces pienso que no se que iba a hacer sin ti, hija mía.- decía mientras salía por la puerta en dirección a la cocina.

Cocinar me relaja la mayoría de las veces. Mi madre me deja hacer y yo, pues eso; hago. Pero esta vez no tenía ganas de nada. Ni de mí tenía ganas.

Sola quería repasar los canales de la tele. Sin mirarla realmente. Sin pensarla si quiera. Sola quería dormir. No tenía ganas de escuchar las preocupaciones cotidianas de nadie. Y nada de preguntas escabrosas, nada de suplicas reiterativas, nada de promesas, ni de cuentos, ni de historias. Nada. Solamente estar sola.

Pero por mas que lo deseé no se cumplió mi deseo. Los mensajitos llegaban en tropel anunciados por aquel sonido que una vez pensé hasta gracioso. Estaba cansada y me dolían los pies. Poco a poco iba cerrando los ojos y aflojando el pulgar. La muñeca iba cediendo despacio. Y la oscuridad seductora hizo el resto. Para cuando el teléfono se estrelló contra el suelo yo estaba tan dormida que ni lo sentí. Y sólo el sueño, al fin, trajo la calma.

Niño con zapatos nuevos

Empieza una nueva etapa. Es hora de evolucionar. Nuevo horizontes. Nuevas perspectivas.

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La muchacha y el pincel prodigioso

nubes

Estaba al borde del precipicio. Las nubes debajo de sus pies no dejaban ver al otro lado, más abajo. Soplaba un viento feroz. Estaba muerta de miedo. Era un querer y un no poder. Era una puerta de madera sin ojo ni llave. Todas las tardes iba al borde del precipicio pero ninguna saltaba realmente. Siempre encontraba alguna excusa en su interior para no hacerlo. Buscaba algo en sus bolsillos para entretenerse. Miraba su perfil olvidado en una red social, preparaba la lista de la compra, o llamaba a alguna amiga. Poco a poco fue olvidando el motivo original que la llevaba todas las tardes a aquel lugar. Sus quehaceres fueron arrebatándole el motivo y con él, su pasión por volar. Con lo que ella había sido. Con lo que le gustaba a ella saltar. Al final la pudo el miedo.

roca

De pequeña disfrutaba con aquello. Le encantaba perderse entre aquellos colores. Le encantaba ir dejando sobre el papel las huellas de aquellos pinceles, lápices y ceras de colores. Disfrutaba con la armonía y el orden no establecido de los trazos fruto de su interior, fruto de su imaginación, de su creatividad. Aquel cosquilleo que recorría su cuerpo en cada ir y venir de su mano. El ruidito del pincel contra el lienzo desnudo. El aroma de aquellos tarritos que trataban a la luz cada uno de diferente manera, dejando al iris una sola frecuencia de onda, o ninguna de ellas o todas a la vez, era embriagador. Correr por el pasillo con su obra terminada aún fresca buscando alguna explosión de halagos de algún adulto ensimismado.

flor

El paso del tiempo dejó aquellas obras de arte en un cajón de un mueble antiguo del salón de la casa de sus padres. Durante muchos años dos viejitos las miraron en las tardes de lluvia. Comisarios de una exposición tan exclusiva que sólo ellos mismos eran dignos de tal explosión de formas y colores.

no

Aquel día se había topado porque así lo quiso el destino con todo lo necesario para el salto. Unas zapatillas nuevas y una cinta para el pelo. Sonrió un instante y me miró. Quedé impresionado por aquel lugar tan alto. Estaba claro que no estaba cómodo en aquel lugar. Me despisté un instante con un ave que desafiaba al viento y cuando volví a mirar ya no estaba. Había saltado. Las nubes de abajo habían devorado su figura y el silencio se adueñó del valle. El viento quiso devolverme su cinta plateada. Supe entonces que ella estaba bien. Regresé al coche ante la inminente oscuridad. Volví a casa y cerré con llave, como siempre.

olvido

Fui recibiendo sus progresos de diferentes maneras. A veces en medio del proceso creativo, otras como una obra terminada. Me había convertido en aquel adulto al otro lado del pasillo que explotaba de alegría viendo las obras de aquella muchacha. Y pintó y pintó y siguió pintando. Tal y como ella apuntaba a menudo, no era experta conocedora de las técnicas, pero estaba claro que aquel era sin lugar a dudas, su medio. Y como tal, se movía por él como pez en el agua. A veces por encargo para alegrar alguna habitación infantil, otras para liberar su tensión diaria acumulada y otras, las más, por puro placer.

Bicicleta

Y sí. Ahora sí. Ya tenía el valor necesario para creer en aquello que hacía. Y era incluso capaz de envolverlo y regalárselo a sus incondicionales. Ventanas improvisadas en una pared para dejar volar la imaginación del observador. Para dar el salto apoyándose en el marco. Y no me refiero a uno cualquiera, no. Estoy hablando del salto perfecto.

La eterna despedida

Aquella noche no podía dormir. Estaba siento un verano inusualmente fresco. Por las noches aunque el día hubiese sido caluroso, el mercurio nos daba un respiro, pero ni con esas. Era extraño porque siempre me quedaba dormido al entrar en posición horizontal. Justo como aquella muñeca que tenía mi hermana con unos contrapesos que cerraba los ojos si la tumbabas mirando al techo. Imposible, no hacía más que dar vueltas y más vueltas en aquel desorden de algodón muelles y lamas de madera.

Ante la impotencia por capturar al duende del sueño, me levanté y deambulé un rato por la casa sin rumbo fijo. Me senté en el sofá, rastreé la librería en busca de un libro con instrucciones para dormir y finalmente conté las prendas de la ropa que había tendidas en el tendedero improvisado.

No sé de qué modo terminé subiendo aquella escalera hasta el último piso. En un afán por encontrar algo de sueño, me había topado con la llave atada a una cuerda roída que el casero me había indicado, abría una vieja y destartalada puerta que daba acceso a la azotea. Sentí ineludible curiosidad infantil y abrí la puerta no sin algo de dificultad.

Tropecé con un escalón del que no había advertencia previa y un grupo de palomas que descansaban en el rellano salieron en todas direcciones asustadas por mi súbita e inesperada aparición. Me encontré entonces en el tejado de mi casa. Rodeado de cuerdas de la ropa y pinzas. Sólo una de las cuerdas parecía estar en uso. Podía imaginarme que aquello se usó en la campaña de marketing para la venta de aquellos pisos en los setenta. Con tendedero propio en la azotea…

Aquel lugar para la relación social de las amas de casa que ocuparían en principio cada una de las viviendas había quedado para que las palomas se cagaran y descansaran al tiempo. Un Facebook analógico y olvidado, de terrazo rojo y cielo azul.

Rápidamente noté el fresquito en la cara mientras me aproximaba al borde. Allí estaba mi abandonada antena parabólica y su cable que bajaba por la fachada hasta mi terraza. Fui levantando la vista y reconocí los árboles del parque a los que por primera vez podía observar desde arriba. El paseo, la piscina, todo estaba en su sitio. Me quedé embobado viendo pasar a los últimos rezagados. Una señora con su peluda mascota, el último desaliñado ejecutivo que probablemente se había quedado a contar cervezas después del trabajo o vaya usted a saber qué.

Sin duda ellos atraparon mi atención desde el momento que hicieron aparición en la escena. Una pareja jóven llegó en un coche. Lo dejaron tirado en un lado de la acera y se bajaron. Fueron juntos hasta el portal dándose codazos. Él con ese gesto de vergüenza de arrastrar los pies, cabeza gacha y manos en los bolsillos. Ella radiante, con un vestido estampado que era del todo generoso con su esbelta figura. Estuvieron alargando la despedida, no dejaban de mirarse, de vez en cuando un empujón y un abrazo. Él la besó varias veces en la mejilla y ella dejaba escapar una risilla por alguna tontería que desde mi ubicación era incapaz de escuchar.

De vez en cuando miraban hacia arriba como para sorprender a algún curioso de ventana e insomnio. Imagino que no hallaron a nadie. Era casi la una y allí seguían como dos medusas bailando en el mediterráneo. Al final ella subió las escaleras y desde el portal le dijo adiós. Él permaneció inmóvil un rato. Comenzó a trompicones el regreso hacia el coche. Se detuvo. Era como si esperase que ella le tapase los ojos desde atrás y le susurrase al oído algo para el recuerdo. Se giró bruscamente para comprobar que ella efectivamente no estaba allí. Incluso volvió sobre sus pasos con la esperanza de encontrársela al otro lado del cristal del portal iluminado. No la encontró. En su lugar un diminuto espacio de mármol diáfano completamente iluminado, vacío. Ella no estaba.

En ese momento comenzaría a torturarse a sí mismo. Imagino por su reacción que se arrepentía de no haber dado el paso. Un beso, el primero, es una expedición por el amazonas. Es un sendero inexplorado y sin retorno. El camino hacia la gloria o hacia el más absoluto de los ridículos.

Ya en su coche esperó dentro un rato hasta poner el motor en marcha. Me lo imagino comprobando todos los sistemas antes de despegar como si estuviese en la cabina de un avión, haciendo tiempo por si ella bajaba a tirar la basura o a buscarlo y abalanzarse sobre él sin preguntar. Cállate y bésame.

Nada de eso sucedió. Comprobados todos los sistemas despegó y dobló la esquina. Su coche también andaba cabizbajo. Y justo entonces encontré a mi duende. Bajé la escalera y me quedé dormido. Soñé aquella noche la vez en que yo mismo fui el protagonista de una historia parecida, hace ya algún tiempo. El dulzor de aquel recuerdo me dibujó en sueños una sonrisa ténue y duradera. Y pude al cerrar los ojos verla de nuevo. Como siempre, radiante.

La perfecta desconocida

Tomar un tren con destino incierto es lo más parecido a comprar uno de esos huevos de chocolate con sorpresa dentro. Además siempre cabe dejar volar la imaginación respecto a los desconocidos que nos acompañan. Viajar durante casi tres horas junto a alguien interesante despierta en mí una curiosidad que la imaginación se ve obligada a saciar antes de asaltar a nadie con preguntas que no vienen a cuento. Es como si comprimiésemos una vida entera en cada viaje en tren. Una vida monógama y breve. Aparente y sencilla. Feliz por necesidad, inquietante para algunos, aburrida para otros, melancólica, triste o incluso detestable para los incomprendidos.

Madrid – Barcelona

Llevaba la madurez con total elegancia. Su cuerpo era como uno de esos ordenadores de la manzana mordida, cuidado hasta el último detalle. Manos de porcelana (esto podría ser todo un tópico, pero en este caso era tan cierto como que respiro), tez suave, boca dulce, ojos oscuros, pies pulidos. Era luminosa, todo cobraba vida en ella. Cada detalle era el preciso para cada rincón de su esbelta figura. Hasta las mariposas de su blusa cumplían perfectamente su papel. No había lugar para la duda. Piedrecitas verdes, un anillo desenfadado de plata con piedra blanca, pantalón a juego, ceñido, de corte moderno. Su muñeca vestida con uno de esos relojes de ese Oso catalán que está tan de moda.

Estaba claro que esta mujer, o tenía junto a ella al hombre perfecto o los tenía a todos a la vez. Por la manera de expresarse y del orden de sus cabellos se podía deducir que no tenía que aguantar vello masculino en el lavabo cada mañana. La ausencia de suspiros podía tal vez significar la ausencia de preocupaciones. O eso, o una actriz fantástica que vivía en más absoluto anonimato.

Llevaba como yo, uno de esos teléfonos que te permite sonreír cuando alguien te envía las palabras en el orden adecuado.

La mujer perfecta para una misión imposible, para una cena a la luz de las velas en algún rincón de París. La complicidad hecha persona viajaba junto a mí a bordo de aquella bala sobre raíles de acero. Me pregunto si será una especie de espia o, si como yo, sólo iba a una de esas aburridas e infructuosas reuniones con la delegación en Barcelona y vuelta para casa al final de la jornada.

Desayunamos juntos con los típicos chascarrillos que se permiten en estas situaciones. Sonriente pero ausente. Como una pareja enfadada que guarda las formas delante de unos amigos evitando mirarse a los ojos. Alternamos el desayuno e intercambiamos la prensa escrita. Después sacó de su bolso una de esas ediciones en miniatura de una revista que desvelaban a la mujer de hoy los secretos para una vida plena. Sinceramente, no creo que los necesitase. Me resultó curioso su forma de leer. Llegados a la parte escabrosa de la misma, pareció esconder de mi reojo el texto, tal vez para evitar el escándalo.

¿Placer o negocios?

Esta podía haber sido la pregunta que nunca formularé. Este podía haber sido el comienzo de una tragicomedia con final incierto. Podría ser de esas personas que uno guarda para siempre en un lugar especial. Y no me refiero a un zulo. Alguien que puede hacer que el miedo salga corriendo con las dudas para no volver jamás. De esas personas que solucionan los problemas con una sonrisa.

A veces vemos a alguien que encaja perfectamente en un perfil. Hay pocos perfiles y casi todo el mundo encaja en uno. Las pijas de delante son eso, representan eso e inexorablemente ocuparán la casilla de pijas caprichosas para nada interesantes. La gente auténtica también tiene el suyo propio. La persona que viaja a mi derecha en este tren tiene toda la pinta de ser alguien auténtico.

No obstante me quedaré con la duda. Si resolviese el misterio se acabaría la magia, las palabras al final ensucian por donde pasan y por donde pisan. Son como el hollín silencioso que se acumula en el interior de una chimenea. Prefiero equivocarme acerca de sus manoletinas plateadas. Seguro que las compró en el zoco de Marrakech o en Tánger. O quien sabe si en el mismo Egipto.

Mañana estaré en un banco al sol dibujando el resto de su historia. O tumbado en el césped mirando al cielo pensando qué puede estar haciendo ahora. Las olas del mar guardarán el secreto hasta el fin de semana. El lunes la habré olvidado por completo. Sé que si no fuese así yo estaría atado en una habitación acolchada con una camisa de fuerza.

Si de verdad alguien decide que estas casualidades al ocurrir pinten de vivos colores cada uno de los momentos de mi vida, desde aquí, mi más sicero agradecimiento.