Camino a la eternidad

No se el tiempo que estuvo rodando por la pista. Iba como dibujando una especie de laberinto de paredes invisibles, siguiendo las líneas que algún niño marcó con tiza en el suelo. Una de las componentes de la tripulación me ofreció una sonrisa al tiempo que me recordaba que me encontraba en una salida de emergencia. Aquí las normas del juego son otras. Tenía el pelo oscuro salpicado con caprichos plateados que no hacían otra cosa que darle un aire elegante y distinguido. Debía ayudarla a abrir la puerta de seguridad en caso de emergencia. Le devolví la sonrisa y le dije que contase conmigo, pero que esperaba no tener que abrir nunca esa puerta.

Las luces de cinturones se encendieron y las azafatas dieron las instrucciones de seguridad que exigía aviación civil.

El avión finalmente despegó ruidoso, se alzó deprisa y tomó rumbo a su destino. En principio viajaba solo. Y digo en principio porque al poco de despegar un señor deseoso de conversación se sentó a mi lado con la excusa de dejar más espacio a su señora, que viajaba en la fila inmediatamente anterior a la mía.

Las luces que indicaban el uso del cinturón volvieron a encenderse. La voz del comandante irrumpió en varios idiomas para indicar que el avión estaba atravesando una zona de turbulencias. Y vaya con las turbulencias. El reloj no había llegado a las doce de la noche y aquello no hacia más que dar sacudidas y altibajos. Imagino que para los vuelos de larga distancia, la excesiva altitud compromete la sustentación en micro espacios suficientemente largos como para dar pie a las sacudidas y ayudar al tracto intestinal a hacer sus labores mas íntimas.

Había llegado tres horas antes del despegue al aeropuerto. Primera vez en mi vida que llegaba con tanto tiempo de antelación a algún sitio. Normalmente llegaba siempre tarde a todos lados. Lo normal no era esto. Tanto fue así que no tenia ni la más remota idea de qué hacer las horas siguientes hasta el despegue. Todo apuntaba a que iban a ser unas tres horas de larga espera. Miré el reloj sobre los paneles con la información sobre las salidas. Pasaban diez minutos de las ocho de la tarde. Decidí cenar la que resultó ser una de las mejores hamburguesas que jamás había probado. El resto del tiempo estuve contestando al correo desde mi teléfono y hablado con unas y con otros y haciendo algunas fotos aprovechando la luz del atardecer sin perder de vista mi equipaje. Tuve tiempo de admirar la arquitectura de acero, madera y cristal. De perderme entre sus formas, sus curvas y sus desafíos continuos a las leyes de la gravedad. Tiempo de hacer limpieza en mi cabeza y dejarla vacía de ideas y clara de intenciones. Cuando quise darme cuenta bajaba por la pasarela retráctil hacia la cabina del avión.

Aquel carrito había dado la vuelta al mundo doscientas veces. Y no se cansaba de portar bebidas, zumos y comida caliente. Las azafatas lo trataban con sumo cuidado. Parecía uno de esos artilugios de mago de donde parecen salir más cosas de las que realmente caben en su interior. No tenía mucha hambre después de la hamburguesa del aeropuerto, no obstante no quise despreciar la oferta. Brécol, wok de ternera y un pastel de nueces. De beber elegí tónica en honor a su descubridora. Al descubrir las tapas traslúcidas resultó que el brécol era ensalada y el wok carne estofada con patatas. El pastel olía igual que una fabrica de barnices. Ni si quiera lo probé. A decir verdad no comí demasiado.

Pasé el resto del vuelo leyendo, escuchando música y memorizando frases y palabras de aquel idioma desconocido. Creo que también dormité un tiempo que soy incapaz de determinar ahora. Y soñé entonces con ella. Soñé que me enredaba en su pelo. Y que observábamos al atardecer un horizonte. Y que ese horizonte era uno sólo. Era el mismo.

El avión tomó tierra quince minutos antes de lo previsto. Tocó el suelo de la pista bruscamente y el pasaje dio un respingo. Y de nuevo el juego de andar por imaginarios caminos serpenteantes de camino a la terminal. Finalmente se detuvo. Se abrieron las puertas. Me llevé los mejores deseos de la tripulación y todas las sonrisas que pude antes de abandonar la nave.

Jamás cogería el vuelo de regreso. Tal vez sí volvería en cuerpo a aquella oficina decadente, a aquella casa oscura, a aquel Madrid inerte. Mas no mi alma y tampoco mi corazón. Estos jamás regresarían. Permanecerían siempre junto a ella. Me prometió guardarlos y cuidarlos en ausencia de mi cuerpo. Y yo prometí mantener mi cuerpo alejado de las serpientes, de las manzanas y por supuesto, de las otras mujeres. Y después sólo se escuchó el silencio. No hicieron falta más palabras. Ni razones. Ni promesas.

Sólo silencio.

Larga espera antes del desayuno…

Ella dijo que si la esperaba en aquel lugar. El asintió mirándola mientras se alejaba. La espera se hizo eterna. No dijo donde iba ni cuanto tiempo tardaría. El banco de madera parecía acoplarse perfectamente a su contorno. El olor a incienso, los dulces cánticos y el sonido de la lluvia lejana lo llevaron muy lejos. Cerró los ojos y respiró pausadamente para no marearse durante el viaje.

Tanto fue así que parecía que rezaba. Y pasaron muchas mas horas de las necesarias. Cuando abrió los ojos ya no había nadie. El olor a incienso era un tenue y débil recuerdo lejano. La luz se había tornado gris azulada y la lluvia seguía meciendose en el tejado. Miró el reloj. Las ocho de la tarde. A pesar de todo no se alarmó. Continuó sentado con gesto tranquilo. Continuó esperando en silencio.

De pronto se escuchó el lamento de la puerta de la entrada que acabó en un gran estruendo. Le siguieron unos pasos de mujer acelerados por el suelo adoquinado que venían directamente hacia él. Sintió primero sus manos frías que le apretaban temblorosas. Abrió los ojos y vio los de ella, llenos de lagrimas. Me olvidé de ti. Me olvidé por completo. Perdóname amor mío, perdóname te lo ruego.

Ella permanecía arrodillada junto a él sujetando y besando sus manos. Tenia el pelo chorreando, la ropa empapada y un zapato roto.

No te preocupes, dijo el. Tranquila. No te apures, de verdad. Lo importante es que ya estas aquí conmigo. Ya estamos juntos. No llores mi amor. Estaba seguro de que regresarías. Y no tuve miedo.

El estruendo del despertador hizo desaparecer todo de golpe. Se frotó los ojos y buscó a ciegas las zapatillas de estar por casa. Caminó por el pasillo dando tumbos con la gracia de un pingüino hasta la cocina y aterrizó con un suspiro sobre una de las sillas que su madre les regaló el día que se casaron. Nunca fueron santo de su devoción y sin embargo ahí seguían aguantando día tras día. Siempre hablaban de comprar unas sillas nuevas pero nunca encontraban el momento. Al final poco a poco la vista fue acostumbrándose a su presencia hasta el punto de pasar casi desapercibidas.

Apenas podía abrir los ojos por la claridad cegadora. Hacia esfuerzos intermitentes para apreciar el fantástico desayuno que había sobre la mesa. Tostadas, requesón con yogur, tres cereales con albaricoque seco y miel, leche caliente con cacao traído de Venezuela. Mermeladas de distintos sabores, mantequilla, salmón ahumado y unas galletas de coco deliciosas. Presidía en el centro de la mesa un cuenco de picotas y otro de uvas frescas.

– Buenos días amor mío.- dijo ella.
– Buenos días corazón.
– ¿Otra vez el mismo sueño?
– Si, pero esta vez regresabas a buscarme. Y me pedías perdón…
– Estate tranquilo. Nadie va a abandonar a nadie. Creo que trabajas demasiado delante de ese maldito ordenador. Anda, tomate el cacao, que se enfría.

Acompañó sus palabras de aliento arrimando contra su pecho al recién despertado siguiendo con su brazo la linea invisible que unía sus hombros por detrás de la cabeza. Y lo apretó sobre sí misma en tierno gesto. Un beso en la sien puso el broche invisible que sosegó su alma. Que trajo la calma.

Después desayunaron juntos. Él recogió la mesa mientras ella terminaba de prepararse para salir. Y él bajó la escalera luchando por terminar de abrocharse la hilera de botones de su camisa favorita.

Y juntos al trabajo. Él conducía mientras ella lo observaba desde el asiento de al lado. Llegaron al fin serpenteando el trafico por la ciudad. Se bajó apresurada. El ruido de la puerta al cerrar enmudeció las palabras de él. Entonces él se bajó y gritó su nombre por encima del techo. Ella se volvió y se encontraron delante del capó, iluminados desde abajo por las luces de cruce, que encendidas titilaban como estrellas lejanas por la vibración del viejo motor desajustado.

-Gracias por salvarme. -Pero salvarte… ¿De qué? -Por salvarme de las más completa y absoluta oscuridad. Gracias por iluminar el sendero de mi vida. Y por el desayuno.
-No digas tonterias. No tienes que darme las gracias. ¡Corre! No llegues tarde. Luego nos vemos. Recuerda ir a recoger mi vestido. Del pastel de Masha me encargo yo.

Se besaron deprisa y la niebla la devoró a ella y el denso tráfico a él.