La eterna despedida

Aquella noche no podía dormir. Estaba siento un verano inusualmente fresco. Por las noches aunque el día hubiese sido caluroso, el mercurio nos daba un respiro, pero ni con esas. Era extraño porque siempre me quedaba dormido al entrar en posición horizontal. Justo como aquella muñeca que tenía mi hermana con unos contrapesos que cerraba los ojos si la tumbabas mirando al techo. Imposible, no hacía más que dar vueltas y más vueltas en aquel desorden de algodón muelles y lamas de madera.

Ante la impotencia por capturar al duende del sueño, me levanté y deambulé un rato por la casa sin rumbo fijo. Me senté en el sofá, rastreé la librería en busca de un libro con instrucciones para dormir y finalmente conté las prendas de la ropa que había tendidas en el tendedero improvisado.

No sé de qué modo terminé subiendo aquella escalera hasta el último piso. En un afán por encontrar algo de sueño, me había topado con la llave atada a una cuerda roída que el casero me había indicado, abría una vieja y destartalada puerta que daba acceso a la azotea. Sentí ineludible curiosidad infantil y abrí la puerta no sin algo de dificultad.

Tropecé con un escalón del que no había advertencia previa y un grupo de palomas que descansaban en el rellano salieron en todas direcciones asustadas por mi súbita e inesperada aparición. Me encontré entonces en el tejado de mi casa. Rodeado de cuerdas de la ropa y pinzas. Sólo una de las cuerdas parecía estar en uso. Podía imaginarme que aquello se usó en la campaña de marketing para la venta de aquellos pisos en los setenta. Con tendedero propio en la azotea…

Aquel lugar para la relación social de las amas de casa que ocuparían en principio cada una de las viviendas había quedado para que las palomas se cagaran y descansaran al tiempo. Un Facebook analógico y olvidado, de terrazo rojo y cielo azul.

Rápidamente noté el fresquito en la cara mientras me aproximaba al borde. Allí estaba mi abandonada antena parabólica y su cable que bajaba por la fachada hasta mi terraza. Fui levantando la vista y reconocí los árboles del parque a los que por primera vez podía observar desde arriba. El paseo, la piscina, todo estaba en su sitio. Me quedé embobado viendo pasar a los últimos rezagados. Una señora con su peluda mascota, el último desaliñado ejecutivo que probablemente se había quedado a contar cervezas después del trabajo o vaya usted a saber qué.

Sin duda ellos atraparon mi atención desde el momento que hicieron aparición en la escena. Una pareja jóven llegó en un coche. Lo dejaron tirado en un lado de la acera y se bajaron. Fueron juntos hasta el portal dándose codazos. Él con ese gesto de vergüenza de arrastrar los pies, cabeza gacha y manos en los bolsillos. Ella radiante, con un vestido estampado que era del todo generoso con su esbelta figura. Estuvieron alargando la despedida, no dejaban de mirarse, de vez en cuando un empujón y un abrazo. Él la besó varias veces en la mejilla y ella dejaba escapar una risilla por alguna tontería que desde mi ubicación era incapaz de escuchar.

De vez en cuando miraban hacia arriba como para sorprender a algún curioso de ventana e insomnio. Imagino que no hallaron a nadie. Era casi la una y allí seguían como dos medusas bailando en el mediterráneo. Al final ella subió las escaleras y desde el portal le dijo adiós. Él permaneció inmóvil un rato. Comenzó a trompicones el regreso hacia el coche. Se detuvo. Era como si esperase que ella le tapase los ojos desde atrás y le susurrase al oído algo para el recuerdo. Se giró bruscamente para comprobar que ella efectivamente no estaba allí. Incluso volvió sobre sus pasos con la esperanza de encontrársela al otro lado del cristal del portal iluminado. No la encontró. En su lugar un diminuto espacio de mármol diáfano completamente iluminado, vacío. Ella no estaba.

En ese momento comenzaría a torturarse a sí mismo. Imagino por su reacción que se arrepentía de no haber dado el paso. Un beso, el primero, es una expedición por el amazonas. Es un sendero inexplorado y sin retorno. El camino hacia la gloria o hacia el más absoluto de los ridículos.

Ya en su coche esperó dentro un rato hasta poner el motor en marcha. Me lo imagino comprobando todos los sistemas antes de despegar como si estuviese en la cabina de un avión, haciendo tiempo por si ella bajaba a tirar la basura o a buscarlo y abalanzarse sobre él sin preguntar. Cállate y bésame.

Nada de eso sucedió. Comprobados todos los sistemas despegó y dobló la esquina. Su coche también andaba cabizbajo. Y justo entonces encontré a mi duende. Bajé la escalera y me quedé dormido. Soñé aquella noche la vez en que yo mismo fui el protagonista de una historia parecida, hace ya algún tiempo. El dulzor de aquel recuerdo me dibujó en sueños una sonrisa ténue y duradera. Y pude al cerrar los ojos verla de nuevo. Como siempre, radiante.

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